Una selva inexpugnable y el mayor cartel de cocaína del mundo son el terror de los migrantes en Colombia. La frontera con Panamá es un dique difícil de franquear y a la vez una oportunidad de hacer dinero a expensas del sueño americano.
Sudamericanos, africanos y asiáticos van avanzando pueblo tras pueblo hasta el Darién, un infierno pegado a un golfo paradisíaco que da nombre a la principal banda narco del país: el Clan del Golfo. Amo y señor de esta región ubicada en los departamentos de Antioquia y Chocó.
Una selva tupida y ríos laberínticos que desembocan en el mar hacen de éste un corredor estratégico para la salida de cocaína.
También es el paso de cientos de miles de migrantes atraídos por el «sueño americano» y expulsados de sus países por la pobreza o la violencia.
Y en el medio viven sus habitantes golpeados por seis décadas de conflicto armado y un cartel de más de 4.000 integrantes.
Ante la creciente ola migratoria y el escaso apoyo estatal, los pobladores del municipio de Acandí decidieron organizarse en una corporación cívica integrada por miembros electos para resolver problemas comunitarios.
A través de una fundación administran la ruta hasta Panamá y cobran tarifas a los migrantes que les permiten mantener campamentos, restaurantes, consultorios médicos, guías y dar sustento a más de 2.000 empleados en el municipio.
«Ese problema que le llaman muchos para nosotros se volvió una oportunidad de trabajo. En Acandí, la primera economía se llama migrantes», dice a la AFP Darwin García, miembro de la junta de acción comunal y exconcejal de Acandí.
Según el ministerio de Defensa, el Clan «estaría detrás del tráfico de migrantes» y la fiscalía ha decomisado miles de bienes de la organización por delitos relacionados.
Pero García se queja de que los «estigmaticen» y repite que la junta no tiene nada que ver con el cartel.
«La verdad, el Clan del Golfo lo único que nos ha dicho es que si a un migrante lo roban, matan o violan (el victimario) es objetivo militar (…) Eso se cumple», sostiene el hombre de 46 años con anillos y arete de oro.
Unos 2.500 caminantes sin visa para entrar a EE.UU. pasan diariamente por Acandí, donde empieza la frontera selvática de 266 kilómetros de largo y 575.000 hectáreas de superficie. Mosquitos, serpientes, jaguares y pantanos dificultan el paso.
Según García su labor es organizar una travesía «más humana, más segura» y aunque preferiría que el Estado se encargara, explica que «nadie trabaja gratis».
Cuando se menciona el nombre del cartel, migrantes y pobladores callan. Unos pocos se atreven a decir fuera de cámaras que lo controlan todo. Viviendas, escuelas y tiendas de caseríos apartados están marcados con las temidas siglas de Autodefensas Gaitanistas de Colombia, como se hacen llamar.
En una comunidad ribereña miembros del Clan prohibieron a periodistas de la AFP caminar por las calles y grabar. Ningún forastero entra sin su autorización.
Según el experto Mauricio Valencia, del centro de investigación Pares, ejercen una «gobernanza criminal, imponiendo normas de control social» y sus negocios de narcotráfico, minería ilegal y migración.
Ante la caída de los precios de la cocaína por el exceso de oferta y el auge de otras drogas, la migración es clave en la diversificación de sus finanzas, coinciden analistas.
Y el control del éxodo implica abusos: «Cuando los migrantes no tienen el dinero suficiente muchas veces los dejan a su suerte en la selva y terminan muriendo (…) son víctimas de violencia sexual y también de instrumentalización cuando los obligan a transportar cocaína para ingresar a Panamá», explica Valencia.
Entre enero y septiembre un récord de 380.000 personas cruzaron el Darién, la mayoría venezolanos (59%) y ecuatorianos (13%), según la Defensoría del Pueblo.
Un vocero del Clan del Golfo aseguró a la AFP que en la zona «no se maltrata a nadie».
«No tenemos ninguna relación con la migración, solo les prestamos un servicio de seguridad en la selva», añade el combatiente que pidió no ser identificado.
La Fundación Social Nueva Luz del Darién administra una sofisticada operación que lleva a los migrantes hasta la frontera. Más adelante sigue el tramo más difícil de la selva con tarifas adicionales que recaudan otras organizaciones.
En el primer campamento, trabajadores de uniforme reparten brazaletes cuyo color determina si las personas pagaron los 170 dólares que incluyen «servicios» de guía, atención médica, baños. Algunos migrantes aseguran que una travesía vip puede costar hasta 500 dólares.
El médico Carlos Torres explica que la mayoría llegan con fiebre, vómito, desnutrición y traumas psicológicos. Atiende decenas de pacientes y recibe de la fundación el equivalente a seis salarios mínimos.
Reina León, una venezolana de 30 años, cuatro meses de embarazo y dos hijos, estaba en observación luego de sentir dolores en el vientre durante un trayecto hacia la selva.
«La idea de nosotros es avanzar porque uno viene con un sueño (…) Te juro que dimos todo (…) pero estamos sin un peso», lamenta su esposo de 25 años, el ecuatoriano Ángelo Torres.