La fallida asonada contra el gobierno de Vladimir Putin provoca una seria crisis en el sistema político de Moscú. La mirada de un experto.
«¿Y tú también, Bruto, hijo mío?» Shakeaspeare inmortalizó esa frase que probablemente Julio César no pronunció cuando fue asesinado por sus allegados entre los cuales habría estado Bruto, considerado su hijo.
La historia de Rusia es rica en Brutos padres, hijos o esposas: su primer zar, Iván el Terrible asesinó a su hijo en 1581. Su primer emperador, Pedro el Grande dejó que sus esbirros torturaran hasta la muerte al suyo en 1718. Catalina la Grande envió a sus amantes a asfixiar en la cama a su esposo Pedro III en 1762. Su hijo, el emperador Pablo I, fue asesinado por sus oficiales en 1801, con el consentimiento tácito de su hijo, el futuro Alejandro I.
Pasaron 222 años y este sábado Vladimir Putin se quejó de la rebelión del grupo Wagner: “un puñal en la espalda”, una “traición.
¿Cómo no iba a expresarse en esos términos si Yevgueni Prigozhin no fuera hoy ni el jefe de la Wagner, ni otra cosa que dueño de un restaurante sin el apoyo y la protección de Putin?
El año pasado afirmaron que el nombre Wagner se explicaba porque el autor del Anillo de los Nibelungos era el músico preferido de Hitler, aunque no consideraron necesario aclarar que su final es el desastre del Ocaso de los Dioses.
El mayor desafío a Vladimir Putin
En todo caso, es la primera vez desde la caída del último zar en febrero de 1917 que el lider máximo es desafiado a través de una rebelión armada.
Para animarse a ese gesto, sus autores deben sentirse muy fuertes. Y, efectivamente, ha sido el caso porque Wagner es una de las dos fuerzas que sostienen la guerra en el terreno y Prigozhin si bien comparte el nacionalismo extremista del presidente, tiene el aura que le falta a Putin: sus tropas combaten mejor que el ejército regular y es probablemente más popular que el presidente entre los partidarios de la guerra.
Por eso, con toda impunidad, venía criticando al ministro de la Defensa y otros responsables militares.
Esta asociación entre el gobierno de multimillonarios y un ejército privado compuesto por mercenarios y criminales condenados a muchos años de cárcel, pero amnistiados para ir a matar en Ucrania, entró en crisis. Es decir, entró en crisis el orden político.
En su intervención Putin llamó a esta crisis un peligro de “colapso del Estado”. Aunque no se entienda bien a qué se refiere, porque el Estado se define entre otras cosas, por el monopolio de la violencia legítima, algo muy distinto de una asociación entre clanes clientelistas y mafias.
El Kremlin tiene otra razón para sentirse traicionado. El presidente del think tank que asesora a Putin en política internacional, Serguei Karaganov, ya había encendido la mecha dos semanas antes de la invasión, al escribir que “No se trata realmente de Ucrania. La OTAN no es una amenaza inmediata”.
Pero ahora lo dijo un Señor de la guerra: “ni la OTAN ni Ucrania se aprestaban a invadirnos, en realidad eran historias para ocultar conquista de territorios y ambiciones militares».
Cualquiera sea el final del golpe, probablemente un arrepentimiento contra perdón y loas a la gloria de la unión nacional rusa, ya todo cambió.
El fallido golpe de Estado expuso la fragilidad y la corrupción, en todos los sentidos de esta palabra, del régimen.
Su discurso sobre las causas de la guerra fue desmentido por uno de sus principales actores. Sobre este punto, Putin no reaccionó en su intervención contra Prigozhin, revelando así que las mentiras oficiales sobre las causas de la invasión se volvieron difíciles de sostener en Rusia misma.
Claudio Sergio Ingerflom es director de la Licenciatura en Historia de la UNSAM. Autor del libro «El Dominio del Amo. El Estado ruso. La guerra con Ucrania y el nuevo orden mundial»