Estados Unidos votó, el presidente Joe Biden no terminó debilitado y con el paso rengo y Donald Trump quedó “furioso y a los gritos”, según le dicen sus amigos a la CNN. Escenario por cierto diferente al que pronosticaron los analistas, pero no debería sorprender el resultado.
En las elecciones de este martes de mitad de mandato, un examen que suele castigar al gobierno, acabó moderando de forma muy activa el mismo electorado de centro que llevó hace dos años al poder a los demócratas. Ahora le ha agregado limitaciones hacia adelante a esa decisión y al mismo tiempo reiterado lo que antes no quiso y no quiere ahora.
No hay cambios en esa dimensión desde las urnas de 2020. Ese es posiblemente el dato principal que hace extraordinario, es decir diferente, a este comicio.
Moderación
Los votantes traspasaron el control de la influyente Cámara de Diputados a los republicanos. Sin embargo, lo hicieron por una diferencia de modo tal estrecha que dejó a la oposición con una de las actuaciones más débiles de la historia para el partido fuera del poder en estos comicios de medio término.
Lo mismo sucedió con el Senado, que quedó en un tenso equilibrio, repitiendo, con la incógnita del Estado de Georgia, una escena de hace dos años que terminó entonces con la victoria demócrata. Lo que puede volver a ocurrir ahora. Con las gobernaciones también hubo un notorio balance. Una votación así, casi en puntas de pie sobre el vidrio molido de la polarización.
Ese margen acotado obligará a negociaciones entre ambas fuerzas. Una arquitectura a la vez significativa y simbólica. La negociación, su sola mención, es terreno árido para los fundamentalistas que orienta Trump, el gran perdedor de este evento. El ex presidente intervino en la campaña amparando a más de 300 candidatos, en su mayoría negacionistas de la victoria de Biden en 2020.
Y apostó como regla a profundizar la grieta, llamando a destruir al presidente, no solo a derrotarlo. En ese trayecto justificó la violencia y llamó “animal” a la presidente de la cámara de Diputados, Nancy Pelosi, después incluso que un individuo, cargado de ese odio, atacó al marido de la legisladora cuando la buscaba para matarla con un martillo.
Con ese comportamiento Trump, al revés de lo que pretendía, acabó aliviando el peso en contra del presidente que se prometía masivo en el reproche por el costo de vida y otros defectos que se atribuyen a la administración y que han mantenido en los sótanos la imagen del mandatario.
Esa fórmula de confrontación, riña y contraste que construyó Trump dejó a Biden con la mejor performance electoral en dos décadas para un presidente en estas elecciones de medio término. Esa conclusión se traduce en que, en los dos años que restan de mandato, no habrá grandes aventuras legislativas.
Las manos atadas
Los republicanos ganaron con las manos atadas. No podrán perseguir al presidente, recortar su poder en cuestiones cruciales como el apoyo a Ucrania en la guerra que le lanzó Rusia o en el destino de sus políticas medioambientales. Hay ahí un mensaje también para el mundo sobre un EE.UU. previsible y con la misma agenda, incluso posiblemente más allá de Biden. Todo un dato que puede estar revelando este comicio.
Para el magnate populista, que devoró el mayor partido opositor con su retórica nacionalista y fanática, ha sido inevitable tropezar una y otra vez con la misma piedra. Su historia, sin embargo, difícilmente terminará aquí. Aun con estas heridas, es improbable que Trump se baje de la contienda del 2024. Lo aguarda un problema.
Estas urnas han dejado en carrera muy sólida al gobernador de Florida Ron DeSantis, ultraderechista como el ex presidente, pero mejor formado y de más prolija presentación. “Un Trump con cerebro”, lo han definido.
Enardecido o frustrado, o ambas, el ex mandatario eludió felicitar a DeSantis. Lo hizo solo con el senador Marco Rubio que retuvo su banca. Pero dejó volar una frase de tono pandillero que le dedicó al gobernador: “Si lo quiere hacer que lo haga (buscar la presidencia), pero les diré cosas de él que no serán muy halagadoras. Sé más sobre él que nadie, más quizás que su propia esposa”.
Ese testimonio ruin tiene al menos el valor de evitar confusiones. Sintetiza una realidad norteamericana incontrastable de un país ferozmente dividido pero con un electorado que se planta como puede frente al abismo.
La novedad es esa última observación. Los mismos sectores que auparon variantes fundamentalistas, populistas autocráticas o de ultraderecha rígida y de contornos fascistas, no solo claramente en EE.UU., comienzan a ponerle límites a esas deformaciones y por las mismas razones que previamente los radicalizaron.
Estas masas, en especial de clase media, en todo el mundo, son las víctimas de 15 años de crisis económicas desde el 2008 y con el agravante de la pandemia, que zamarrearon y en muchos casos bloquearon su posibilidad de construir un futuro.
Comienza ahora a insinuarse un giro desde el antisistema que produjo ese daño social hacia un reclamo de moderación que se explica en que esas distorsiones aumentaron la desigualdad, precarizaron el sistema y agudizaron la sobrevivencia. El centro político es necesariamente conservador por esas circunstancias que además son las que explican su crecimiento.
Las recientes elecciones presidenciales en Brasil fueron también dominadas por los sectores medios aferrados a reclamos similares en un país muy dividido. Elevaron con limitaciones al ex presidente Luis Inácio Lula da Silva al gobierno, pero instalándole una dura oposición con la que estará obligado a negociar.
Exhibieron ahí también un rechazo al fundamentalismo populista del saliente presidente Jair Bolsonaro que imitó en todo sentido las acrobacias polarizantes de Trump.
Otro capítulo ilustrativo de las mutaciones en la etapa lo ofrece la Italia actual. La primera ministra Georgia Meloni, una posfascista, en el pasado admiradora de Mussolini y de Vladimir Putin, ha huido de esos vértices a un punto también de notoria prudencia política.
Lo ha hecho sosteniendo los valores de la potencia italiana en la construcción de la Unión Europea, en la importancia de la presencia de Roma en la OTAN y en el repudio al descalabro anárquico de Rusia en su guerra contra Ucrania. Es posible suponer que ese movimiento centrista se alimenta del ejemplo del extraordinario fracaso del experimento nacionalista del Brexit que enredó a Gran Bretaña en su peor crisis en medio siglo.
La decadencia del Reino es también evidencia de los límites que comienzan a encontrar las aventuras y sus jinetes. El derribo de Boris Johnson forma parte de estas transformaciones. En el mismo cuadrante aparece también el retroceso de los extremistas de Vox en España a favor del Partido Popular, una derecha dura pero dentro del sistema, y de formato liberal.
Como en el caso de Brasil, estos giros políticos aparecen con efectos por momentos contradictorios pero igualmente visibles en el espacio latinoamericano con brotes socialdemócratas clásicos o de centro derecha. Un ejemplo lo brindó el reciente referéndum en Chile que rechazó la nueva Constitución.
Ese texto fue redactado por una minoría que le imprimió un contenido rupturista por decir lo menos, buscando desbaratar las instituciones, desarmando al Senado y al Poder Judicial. Los chilenos lo descartaron masivamente. Ahí también quedó claro el lugar político que elige ese pueblo.
Como en buena parte del resto del mundo, desde la calle a las instituciones brota un reclamo de calma, que impida más temblores en el maltratado edificio común. Al igual que la decrepitud que protagoniza Trump u otros formatos nacional populistas por el mundo, muchos por nuestras fronteras, el encierro fundamentalista parecería camino a devenir en minorías desplazables.
Es un fenómeno nuevo por lo menos en su multiplicación, que lo saca de la mera casualidad. Puede ser efímero, pero no habría que perderlo de visita. Los ejemplos europeos, latinoamericanos y en estas horas el de EE.UU., indicarían que algo brota no tan silenciosamente entre las paredes ominosas de las grietas.
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