Era el 5 de septiembre de hace cincuenta años. Amanecía en la Villa Olímpica de Munich, donde se disputaban los vigésimos Juegos de la era moderna. Faltaban apenas seis días para que bajara el telón de la competencia, iniciada el 26 de agosto.
Si bien la máxima convocatoria del deporte mundial es organizada por las ciudades sede y no por los países, la lectura política de aquel momento interpretó aquella cumbre olímpica como una nueva oportunidad para Alemania luego de la lúgubre versión de los Juegos de Berlín (1936), cuando la sombra del nazismo vistió de luto simbólico al mundo del olimpismo.
Sin más, las pistas, estadios, gimnasios y piscinas fueron travestidos en plataformas propagandísticas de un régimen que dañaría a la condición humana hasta constituirse en la peor de sus ofensas. Sin embargo, sería Jesse Owens, atleta de leyenda, negro y estadounidense, en ese entonces de sólo 23 años, quien dinamitaría la doctrina de la superioridad aria que meneaba la locura de Hitler, récord tras récord, hasta la humillación misma.
Owens ganaría en 1936, cuando ya se incubaba la tragedia de la guerra, cuatro medallas doradas en pruebas madre del atletismo (100 metros, 200 metros, salto en largo y carrera de postas). Semejante hazaña irritaría al Führer. Alguna versión del episodio sostiene que todo fue más leyenda que realidad. Otras, muy difundidas, confirman que Hitler, preso de esa ofuscación, se iría del estadio tras haberse negado a saludar a Owens en el clásico ritual de la honra a los vencedores.
Ese amanecer muniqués de hace medio siglo, llamado a quedar en la historia no por buenas razones, parecía uno más de los que ya venían transcurriendo en esa Babel del deporte. Nadie había presagiado la tragedia que se avecinaba. Algunos atletas dormían y otros, fuera ya de la competencia, regresaban a la Villa luego de una noche de recreo. Ningún servicio de inteligencia ni equipo de seguridad, de los que había a montones en los campamentos del olimpismo, habían detectado señales de sospecha. Por extraño que parezca, nadie vio venir el zarpazo terrorista.
Sin embargo, era un dato histórico de la posguerra, y un alerta permanente en todo el mundo, que las crecientes escaramuzas armadas y rencores ancestrales entre palestinos e israelíes, que se remontaban a relatos bíblicos, se habían agravado considerablemente con la creación del Estado de Israel el 14 de mayo de 1948, en tierras que los palestinos consideraban propias.
Armas y rehenes en la villa olímpica, imagen icónica de la tragedia de Munich en 1972.
Y llegaron al clímax beligerante con la Guerra de los Seis Días de 1967, apenas cinco años antes de Munich 1972. Luego tendrían continuidad con la del Yom Kipur o del Ramadán (1973), enfrentamientos relámpago con tierras recuperadas de uno y otro lado, que pasaron de manos según el curso de las operaciones militares.
Sería aquel conflicto de 1967 el que abriría una era dramática: la de la consolidación de la resistencia palestina armada, gestada años antes por la Organización para la Liberación de Palestina, con Yasser Arafat como emblema, quien con los años pasaría de organizar las caravanas terroristas a Nobel de la Paz en 1994.
La OLP contaba desde sus comienzos con el patrocinio de la Liga Árabe, uno de cuyos desprendimientos sería artífice de la masacre de Munich: el clan criminal Septiembre Negro, de fuertes nexos con el partido Al-Fatah y una de las al menos cinco organizaciones palestinas dispuestas a la reparación por las armas de sus históricas querellas anti hebreas.
Además, los comandos septembrinos venían de adjudicarse atentados contra oleoductos y fábricas de Alemania Federal, acusados de alimentar la logística israelí. Toda esa peligrosa combustión de política, guerra, inversiones y deporte estaba demasiado fresca en aquellos Juegos de 1972.
La tragedia que nadie imaginó
Las primeras y tenues luces del alba fueron testigos de lo que nadie más vio en el predio olímpico aquel fatídico día 5. Un comando palestino de Septiembre Negro dominó con facilidad a dos custodios somnolientos y logró adueñarse del pabellón 31, donde descansaban los atletas y otros miembros de la delegación israelita.
Se había iniciado el operativo “Biram-Ikrit”, así llamado por los palestinos, que aludía a los nombres de dos pueblitos que contaban con 120 y 80 familias en la zona donde se había creado el estado de Israel. Todos serían desplazados de allí a otras tierras a través de indemnizaciones negociadas. Con el tiempo, sin embargo, algunas de esas familias, estimuladas por diversas manifestaciones de apoyo de grupos árabes intransigentes, se reubicaron en la región en señal de provocativa protesta. La premier Golda Meir ordenaría desalojarlos por la fuerza.
Un plaqueta con el recuerdo de los 12 israelíes asesinados, en e lugar que ocupaban en la villa olìmoica en 1972.
Más allá de las razones históricas de uno y otro lado, aquel día terminaría con el saldo de 11 atletas israelíes asesinados, cinco terroristas y dos policías muertos. Tres terroristas serían detenidos. Algo jamás visto en una competencia deportiva del orden que fuere. Menos aún en la cita máxima del olimpismo. Apenas se produjo la intrusión en el sector israelí de la villa, el entrenador del equipo de lucha, Moshé Weinberger, y el levantador de pesas Yossef Romano, quien había sido combatiente en la Guerra de los Seis Días, fueron ejecutados y se transformarían en las primeras víctimas de la resistencia ante aquel ataque de vértigo.
Según la “Crónica del Siglo XX”, un minucioso repaso día por día y mes por mes, de los acontecimientos más relevantes de la centuria, a las 7 de la mañana la Policía de Munich ocupaba la villa olímpica. Dos horas más tarde “12 mil policías, entre ellos 25 tiradores de élite, aparecían en la escena. A las 11, el ministro del Interior alemán, Hans-Dietrich Genscher, se reúne con los jefes de policía para estudiar el plano de la Villa Olímpica” y de ese modo diseñar una estrategia de urgencia.
En medio de un clima de perplejidad, tensión máxima y muerte que cortaba el aire, los terroristas darían a conocer sus condiciones para abortar lo que parecía una matanza segura: la liberación inmediata de 250 palestinos presos en cárceles de Israel y el comienzo de negociaciones con el gobierno de la República Federal Alemana (Alemania Occidental, en la nomenclatura de la Guerra Fría, opuesta a Alemania Oriental, en manos soviéticas) para transportar a los guerrilleros y a los rehenes a la capital de algún país árabe.
Después de parlamentar con los agresores palestinos, el ministro Genscher conseguiría hacer contacto con uno de los atletas israelíes secuestrados, quien se dejaría ver en la ventana del primer paso con las manos atadas y un comando apuntándole en la espalda con una pistola. La imagen estremeció al mundo. Golda Meir se indignó y atrajo aún más el respaldo de las mayores potencias de Occidente.
El edificio que la delegación israelí ocupaba en 1972, en los juegos olímpicos de Munich. Foto: Reuter
Era mucho más que el asalto terrorista lo que allí se jugaba: la premier israelí envió un mensaje a todas las delegaciones olímpicas a tomar posiciones enérgicas “contra los crímenes que ponen en peligro las relaciones internacionales”. Y subrayaría, luego de arduas deliberaciones internas en su país, que el gobierno israelí consideraba “inaceptable” el chantaje del canje.
El canciller alemán (jefe de gobierno) Willy Brandt, en respuesta a la dureza israelí que parecía transferir parte de la responsabilidad a las autoridades alemanas, manifestaría su indignación con lo sucedido y aseguraba que su gobierno haría todo lo posible para evitar “que se produjeran más víctimas”. En medio del clima de consternación mundial la villa se encontraba bajo las normas universales del estado de sitio. Una película de terror.
Según el testimonio publicado en “Transformaciones en la Historia Presente”, número 31, del Centro Editor de América Latina, grupo editorial de auge en los 70, uno de los israelíes que había logrado escapar, explicaba así su versión de los hechos: “Dormíamos cuando me despertó un grito: ‘Muchachos, sálvense’. Abrí los ojos y vi a un compañero tratando de cerrar la puerta que empujaba un hombre con la cara pintada de negro y con un revólver en la mano. Me reincorporé de un salto, con una silla rompí las ventanas y escapé descalzo y en pijama. Corrí desesperado al pabellón vecino, golpeé las ven tanas de la habitación de atletas sudamericanos. Debí infundirles miedo porque se negaron a abrirme”. Un policía local lo rescataría del infierno.
Policías disfrazados de atletas toman el edificio donde un comando palestino secuestró a 11 deportistas israelíes.
La primera sangre derramada pronto despertaría la protesta y el asombro. Hasta entonces, Israel no había sido víctima de un ataque de tanta envergadura. Ni Estados Unidos, su gran socio político y militar en Medio Oriente, desafiado de ese modo por grupos terroristas de países árabes. Antes de sobrevenir un largo y sospechoso paréntesis hasta las 10 de la noche, los trascendidos ya mostraban puntos coincidentes: confirmaban dos muertos y aseguraban que nueve integrantes de la delegación de Israel habían sido tomados como rehenes. Los demás habían logrado escapar de la cacería.
En el curso de la negociación se supo que los palestinos habían puesto entre paréntesis la amenaza de ejecutar un rehén cada dos horas si no se aceptaba el canje de atletas por prisioneros palestinos. Sin embargo, súbitamente, en una virtual ruptura de las conversaciones, los terroristas harían conocer nuevas y urgentes exigencias. Tres aviones debían ser dispuestos de inmediato para salir de Alemania. Las aeronaves debían partir en forma escalonada: el segundo luego de que el primero ya hubiese aterrizado en un país árabe seguro, y el tercero después de la llegada del segundo. Los rehenes debían ser conducidos en ómnibus militar para abordar los helicópteros que los llevarían a los embarques en cada aeronave.
Según versiones coincidentes, los hechos que desencadenaron la catástrofe en la pista de la base aérea de Furstenfeldbruck, desde donde debían partir los aviones con los rehenes, se produjeron cuando los tiradores alemanes de élite abrieron fuego anticipado sobre los comandos palestinos, una torpeza nunca bien explicada. En ese mismo momento, como una respuesta refleja ya pactada, los terroristas ametrallarían a los rehenes, al tiempo que con una granada detonaban uno de los helicópteros llegados a la aeroestación.
En un instante, todo se transformaba en un campo de batalla, al principio en medio de la noche cerrada. Fogonazos de fuego y muerte iluminaron en seguida la escena. Una pesadilla. En el tiroteo descontrolado morirían los nueve rehenes, cuatro comandos, dos policías y un piloto sería herido de gravedad en un pulmón. Algunos observadores señalarían que uno de los fedayines se había inmolado con la granada que hizo volar uno de los helicópteros de traslado.
El helicóptero alemán volado con una granada por el comando palestino, cuando se desató la masacre en la pista de la base aérea de Furstenfeldbruck. Foto: AP
Alemania pediría perdón porque “la operación no haya sido coronada con el éxito” y agregaría “sus más sinceras condolencias a las familias de las víctimas”, fórmula que, según algunas versiones no confirmadas oficialmente, habría irritado aún más a las autoridades de Israel por cierta ambigüedad en la construcción de la frase. En definitiva, la lucha en la base aérea sólo había logrado aumentar el número de víctimas fatales de 2 a 18. El mundo estaba perplejo, sacudido por viejos fantasmas de las guerras pasadas, y con serias dudas acerca de lo que sobrevendría a la masacre.
El olimpismo miró para otro lado y decidió que las competencias continuaran, previa ceremonia fúnebre ante el desastre, con la bandera de los cinco anillos a media asta. Aquello fue una ordalía. Y durante dos horas, además, un espejismo. Ya entonces corrían las fake news (noticias falsas). Durante más de dos horas el mundo entero creyó que los nueve rehenes habían sido liberados sanos y salvos. La información la había dado por televisión el secretario de prensa del gobierno alemán. Sólo sirvió para sumar más enconos y dudas en el gobierno de Golda Meir. En su descargo, Alemania hizo saber que la versión se habría originado en un error de interpretación de un empleado de la villa, quien habría escuchado comentarios sobre un exitoso epílogo del operativo de rescate.
La represalia de Israel
Los tres comandos palestinos sobrevivientes quedarían bajo custodia en Alemania Occidental, pero serían liberados semanas después ante las exigencias de los secuestradores de un vuelo de la aerolínea Lufthansa, con promesa de hacerlo estallar. Los halcones israelíes citarían ese episodio y la impunidad del asalto olímpico palestino para iniciar sus propias misiones de represalia.
Así se habría puesto en marcha un comité especial, con el guiño de Golda Meyer y del ministro de Defensa, Moshé Dayan, a fin de planificar el escarmiento. La conclusión fue que para evitar agresiones del terrorismo palestino había que crear la contracara: el terrorismo israelí. Así surgiría la campaña “Cólera de Dios”, operativo diseñado para vengar la memoria y las vidas de los atletas de la matanza olímpica.
Armaron listas no sólo de los jefes del operativo Munich, sino de los más altos representantes de la causa palestina y de los mandos extremistas que la defendían. Para eso infiltraron las bandas palestinas entrenadas para matar, tejieron alianzas con comunidades de inteligencia del mundo occidental para cruzar información y aún para diseñar las sincronizadas ejecuciones por venir. Se trataba de exterminar sin más a todo agente que fuese una potencial amenaza para el Estado de Israel y cualquiera de sus ciudadanos. Israel no admitiría ni la autoría ni su tutela en ninguno de estos crímenes. Tampoco los repudiaría hasta hoy.
* La rueda del planificado escarmiento comenzaría a girar con el traductor palestino Abdel Wael Zwaiter, en ese momento representante de la OLP en Italia, ejecutado de 11 disparos en su departamento de Roma, el 16 de octubre, apenas poco más de un mes después del ataque olímpico. De acuerdo a testimonios no refutados, al regresar de una cena lo esperaban entre las sombras dos sicarios.
* El 8 de diciembre de 1972 agentes de la inteligencia isaraelí ejecutaron en París a Mahmoud Hamshari, representante de la OLP en Francia. En su departamento de París le pusieron una bomba en su teléfono. Lo llamaron, descolgó el tubo y vio como todo, su vida misma, volaba en pedazos.
* El jordano Husein Al-Bashir, representante en Chipre de Al-Fatah, apagó las luces de su habitación en el Hotel Olímpico de Nicosia la noche del 24 de enero de 1973. Fue lo último que hizo: una bomba bajo su cama fue detonada a la distancia.
* El 6 de abril de 1973, en París, Basil Al-Kubaisi, un profesor de Derecho de la Universidad Americana de Beirut, cayó bajo una luvia de balas: doce impactos acabarían con su vida en una emboscada. Para Israel, era sospechoso de proporcionar armas y coordinar la logística de Septiembre Negro y de otras células palestinas.
* Apenas tres días después, comandos de élite del Ejército israelí, penetraban el 9 de abril en fortalezas de Beirut y Sidón, Líbano, que presumían de inexpugnables, y masacraron a no menos de cuatro altos jerarcas de Septiembre Negro y la OLP, como parte de la Operación Primavera de Juventud.
* El 28 de junio de 1973, Mohammad Boudia, de origen argelino, director de operaciones de Septiembre Negro en Francia, moría en París por el estallido de una bomba colocada bajo el asiento de su auto particular.
* Sólo una semana antes, el engranaje de estas misiones de escarmiento había sufrido un duro revés cuando sicarios descontrolados decidieron ir por Ali Hassan Salameh, el Príncipe Rojo, poderoso alto mando de Al-Fatah, al que Israel adjudicaba también la condición de cerebro de Septiembre Negro en el golpe terrorista de Munich. Agentes israelíes creyeron haberlo localizado en Lillehammer, Noruega. Sin embargo, equivocaron el blanco y asesinaron a un inocente camarero marroquí, sin historial terrorista, creyéndolo el poderoso jefe árabe. Fue un escándalo en el mundo del espionaje internacional que despertó una oleada de repudios en el mundo.
* El 22 de enero de 1979, un numeroso grupo de calificados agentes de inteligencia israelí, con eficaz cobertura diplomática de pasaportes falsos, que habían llegado en tandas desde tiempo atrás, patrullaban día y noche las calles de Beirut. Sabían que en la ciudad estaba la presa más codiciada, a quien consideraban sin duda la inteligencia suprema del ataque olímpico. Tenían a Salameh al alcance de la mano. Y finalmente lo fulminaron cuando pasaba en su auto frente a un vehículo estacionado, en cuyo interior había una poderosísima carga explosiva.
Podría considerarse la ejecución de Salameh como el punto final de la venganza de Israel por el exterminio olímpico, un horror que nadie hubiese imaginado hasta entonces. Sin embargo, la beligerancia perpetua seguiría hasta el asombro, vecino a la ciencia ficción. Aviones transformados en misiles para voltear edificios enteros, asesinatos “quirúrgicos” y lluvias rutinarias de cohetes teledirigidos de un lado y del otro. Munich 1972 fue sólo una gota en el océano de odios tribales y tecnologías bélicas de última generación que un mal día golpearían a nuestro país. Dos veces en dos años.